Metrobus II

El Metrobus a las siete de la tarde va muy lleno.
Yo estaba parada bien adelante, cerca del conductor, leyendo, así que no lo sufría mucho.
Hasta el momento de bajarme.
Con menos esfuerzo del que pensé atravesé la masa continua de cuerpos femeninos (estaba en el primer vagón, preferente para mujeres) hasta llegar a la puerta, de la que sólo me separaba una señora.
Cuando las puertas se abren, esta señora no sólo no se movió - como lo indica la tácita regla del que obstaculiza la salida- sino que hizo caso omiso de mis delicados "con permiso, con permiso". En ese mismo instante me doy cuenta de que una fuerza desconocida me retiene hacia adentro del vagón. Me reconozco trabada.
Los segundos pasaban, mientras sentía que la paciencia del muro humano que estaba esperando subir se agotaba.
Yo seguía infructuosamente tratando de desatorarme (e imaginando la cantidad de estaciones que me iba a pasar hasta lograr el simple cometido de bajarme) cuando veo a la altura de mis ojos una mano tendida hacia mí.
Con súbita esperanza tomo la mano salvadora, que enérgica pero gentil, tira de mí hacia afuera.

Era la mano de una señora alta, con una sonrisa hermosa.