Llegué a la ciudad de campeche y fue como llegar a 1950.
Era domingo y estaba todo cerrado. Pero todo, todo.
Esa noche hubo fiesta en la plaza principal.
Cuando llegué era una noche divina de verano y estaba tocando la orquesta de la ciudad.
Le siguieron el conjunto de chicas - de entre 4 y 30 años -de una escuela de danza que bailaron flamenco y árabe. Todas juntas en la misma coreografía. Mi vida. No, no se imaginan.
Me quedé mirándolas sentadita en un banco de plaza conversando con un señor local muy amable hasta que un señor borracho se sentó entre nosotros y me dio la impresión de que estaba a punto de vomitar. Me fui. No me quería manchar los zapatos.
El último artista que vi antes de irme a buscar donde comer fue un muchacho que cantaba, creo que un poco parecido a luis miguel se sentía.
En el otro extremo de la plaza se jugaba a la lotería, los cartones con dibujitos en vez de números. Se ve que es tradición campechana.
Comí en un restaurante medio finoli. Normalmente no lo hubiera elegido, pero en el otro tenían puesta la televisión y me molesta ese sonido de fondo.
Volví caminando al hotel y las calles estaban desiertas.
Ni autos estacionados había.
El lunes abrieron los negocios.
Pero en las farmacias no había maquinitas de afeitar, en los locutorios no había llamadas de larga distancia, y en las librerías no estaban los libros que yo buscaba.
Amé campeche.